Hoy quería contaros un poco sobre cuando yo era joyero. Porque para ganarme unas perrillas en mi juventud, aparte de trabajar en un zoo, dar clases, cantar en bodas, bautizos, comuniones y hasta funerales, también me dediqué a la compraventa (y creación) de artículos de joyería.
El caso es que por unos avatares del destino que escapan a los límites de este post, una amiga de mi madre compraba (ilegalmente y sin pagar un duro de impuestos) perlas y piedras semipreciosas (turquesas, granates, etc.) a un mayorista. Luego, ella montaba collares, pendientes y lo que se le ocurriese, para ella misma y/o para amigas. Yo, en vista de que mis tias y diversas amigas de mi madre se lanzaban a por estas piedrecillas como lobas hambrientas, vi ahí una clara opción de negocio. Así que ni corto ni perezoso, le pedí a esta señora un buen montón de piedras, y me puse con mi señora a la creación de collares, pendientes y mierdas varias. Por el camino me tuve que agenciar unas cuantas herramientas y habilidades de joyero, que nunca sabe uno cuando le serán de utilidad. Por ejemplo, ahora soy capaz de arreglar pendientes, o montar los cierres en un collar.
El caso es que tenía una clara ventaja sobre las joyerías, por diversas razones. Principalmente, ahorro en infraestructura, ni local, ni caja fuerte, ni seguridad, ni nada. Luego, que siendo esto poco más que un juego de niños, ni se me pasó por la cabeza pagar ni medio euro en impuestos. Siguiente, que era dueño y señor de toda la cadena de producción, la mano de obra era yo mismo, jefe de compras, de ventas y diseñador. El caso es que con esto, lograba tirar el mercado por los suelos. Yo vendía collares de perlas, igualitos a los de las joyerías, por un precio casi diez veces menor. Y aún así, hacía dinero. Eso sí, yo compraba el collar de perlas, lo enfilaba con su nudito entre perla y perla (otra habilidad que tuve que aprender), le ponía un cierre que me pareciera adecuado, buscaba una compradora y se lo vendía. Para esto, en una joyería hay cuatro o cinco intermediarios que se tienen que llevar su parte. En nuestro caso éramos dos, mi señora y yo, todo a medias.
El sistema de ventas era un poco en plan reunión de tupperwares. Partiendo de un círculo de amigos (y sobre todo amigas) cercanos, la voz fue corriendo, y al cabo de poco tiempo ya estabamos vendiendo a la prima segunda del amigo de un amigo. Hacíamos hasta collares por encargo, al gusto del consumidor. Fuimos reinvirtiendo en el negocio una buena parte de los beneficios, hasta que tenía en casa un verdadero taller de joyería ilegal.
La verdad es que el negocio iba viento en popa, avanzando sin problemas, parecía un mercado con capacidad infinita para absorber mi producción. De hecho, ya empezaba a preocuparme que un dia llegara el tema a los oidos de algun inspector de algo y me cayese un puro del tamaño de un queso de bola. Pero ese dia no llegó. Porque, cuando todo iba así de bien, el negocio tuvo que cerrar, por traslado a Luxemburgo.
Eso sí, como con todo en esta vida, te quedan posos de todo lo que haces. No sólo de conocimiento y habilidad adquiridos (porque también aprendí un huevo sobre gemología), sino posos materiales. Todavía están esperándome en madrid cuatro o cinco cajas de buen tamaño llenas de piedras, perlas y material diverso. Seguro que en algún momento le encontraré un buen uso y volveré a despertar al joyero que llevo dentro.